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El pan y el ajedrez |
Un matrimonio, que convivía desde hace 40 años, solía jugar al ajedrez durante las noches, hasta última hora, dada su afición por este juego. Además coincidieron en tiempos de falta de alimentos por hallarse el país inmerso en varios conflictos bélicos. De esta forma la pareja se divertía y olvidaba las tragedias y dramas del exterior, a pesar de pasar hambre por la escasez de comida, teniendo en cuenta que la misma estaba racionada para toda la población. El juego de ajedrez fue su comida….. Una vez terminadas las partidas, que en la mayoría de los casos las ganaba el marido, dejaban el tablero con las piezas puestas en una mesita cuadrada destinada al efecto en el salón para regresar la tarde y noche siguiente a la misma diversión. Una noche de repente ella se despertó. Eran las dos y media de la madrugada. Pensó: cual es la razón por la qué me he despertado. ¡Ah sí! En la cocina alguien había tropezado con una silla. Prestó atención al ruido que pudiera provenir de la cocina. Todo parecía en silencio. Estaba demasiado tranquilo y cuando palpó con su mano el lado de la cama de su marido, lo encontró vacío. Algo ocurría que lo había hecho levantarse sigilosamente. Le faltaba el aliento. Se levantó y anduvo a tientas a través de la habitación oscura hasta la cocina. Una vez allí se encontraron los dos. El reloj marcaba en ese instante las dos y media de la madrugada. Vio algo blanco en la nevera. Encendió la luz. El estaba enfrente en camisa. De noche y a las dos y media. En la cocina. Encima de la mesa estaba el plato del pan. Vio que había pan cortado. El cuchillo estaba junto al plato. Y en la mesa apreciaban migas de pan. Cuando se iba a dormir, cada noche siempre antes limpiaba con el trapo toda la mesa. Cada noche. Pero ahora se veían restos del pan cortado. Y el cuchillo estaba allí. Sintió como el frío de las baldosas le subía lentamente por su espalda. Y miró por encima del plato. “Pensé que aquí pasaba algo”, dijo él y miró por la cocina. “Yo también he oído algo”, respondió ella y al mismo tiempo se dio cuanta que él, por la noche, en camisa, parecía bastante más viejo. Tan viejo como era de verdad. Sesenta y tres. De día parecía más joven. Ella también parecía vieja, pensó él, en camisa aparentaba ser mayor. Pero era quizás por culpa del pelo desgreñado. A las mujeres la noche, siempre por culpa del pelo, las hace más viejas. “Deberías ponerte zapatillas. Descalza encima de las frías baldosas. Te resfriarás.” No le miró, porque no podía soportar que le mintiese. Que él le mintiese, después de cuarenta años casados. “Pensé que aquí ocurría algo”, dijo otra vez y miró sin sentido hacia la otra esquina. “Oí ruido aquí. Entonces pensé que algo anormal estaba ocurriendo.” “Yo también he oído algo. Pero no era nada.” Retiró el plato de la mesa y recogió las migas del mantel. “No, no era nada”, repitió inseguro. Ella intentó ayudarle: “Ven. Era del exterior. Ven a la cama. Te vas a resfriar andando por las frías baldosas.” Él miró a través de la ventana. “Sí, tiene que haber sido allí de fuera. Supuse que había sido de aquí dentro.” Ella acercó la mano hacia el interruptor. Tengo que apagar la luz, si no tendré que mirar el plato, pensó. No es conveniente que lo haga. “Ven”, dijo y apagó la luz, “era del exterior. La cañería golpea siempre contra la pared por culpa del viento. Seguro que era eso. Con el viento siempre repica.” Ambos fueron andando a tientas por el oscuro pasillo hacia el dormitorio. Sus pies desnudos deslizaban por el suelo. “Es el viento”, creía. “Fue el viento durante toda la noche.” Cuando ella se acostó en la cama, dijo: “Sí fue el viento toda la noche. Fue la cañería.” “Hace frío”, dijo y bostezó perezosamente, “yo me acurruco en la cama. Buenas noches.” “Buenas noches”, respondió él y añadió: “sí, yo también siento frío.” La noche estaba en silencio. Después de varios minutos ella oyó que él masticaba despacio y cautelosamente. Ella respiró de manera deliberada y uniforme, para que él no se percatase de que todavía estaba despierta. Pero la forma de masticar de él era tan regular, que sin darse cuanta se quedó profundamente dormida. Cuando él llegó a casa la noche siguiente, le cortó cuatro rebanadas de pan y únicamente podía comer tres. “Puedes comer cuatro tranquilamente,” dijo ella y se fue hacia el lado de la lámpara. “Yo no puedo comerme este pan. Comete uno más. A mi no me sienta bien.” Ella vio como él se inclinaba por encima del plato. El no levantó los ojos. En ese preciso instante sintió pena por él. “¿No puedes comerte más rebanadas?”, dijo él desde su plato. “No. Por las noches el pan no me sienta bien. Come. Come.” Transcurrido un rato se fue al salón junto a la lámpara con la mesa cuadrada, donde estaba montado ya el juego de ajedrez y le pidió que viniese para iniciar una nueva partida.
Libre interpretación del relato de Wolfgang Borchert "El pan" Por Frank Mayer – revisado por Salvador Aldeguer Barcelona, octubre de 2008 |